La maldad de la bondad extrema: La utopía de la renovación total del mundo y la creación de un «hombre nuevo»

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Cuando uno se aproxima a lo más esencial del Cristianismo, aparte de darse cuenta de que lo más correcto –posiblemente- sería nombrarlo como “Paulismo”, dada la especial importancia de Pablo de Tarso, acaba descubriendo en el Evangelio de San Mateo -inevitablemente- “el sermón de la montaña”, también conocido como “las bienaventuranzas”, pronunciado por Jesús de Nazaret, según los cristianos, en la ladera de un monte (de ahí su nombre) al norte del Mar de Galilea, cerca de Cafarnaúm.

El cómo llevar a la práctica las enseñanzas del sermón, siempre ha sido motivo de múltiples controversias; quienes hacen una lectura “al pie de la letra” del mismo consideran que un buen seguidor de Cristo está obligado a llevarlo a cabo en el día a día, en su vida cotidiana, sometiéndose a él, sin medias tintas, sin relativizar…

También, son muchos, ¡faltaría más!, los que consideran que llevarlo a la práctica en el día a día es una exageración y que hay que hacerlo en un “tono bajo”, de forma “suave”, que “las bienaventuranzas” no son “ordenes” o instrucciones que ha de seguir el devoto cristiano, sino “simples consejos”.

La idea de llevar a la práctica el sermón de la montaña, no como inspirador de una conducta virtuosa en lo cotidiano de cada individuo, sino como “referente ideológico” para construir algún tipo de social-comunismo, está presente en muchos pensadores, empezando por San Agustín (en cuyos escritos y discursos subyace la idea del “gobierno de los sabios” propuesta por Platón en “la República”) y continúa en multitud de autores cristianos, por ejemplo, la “Utopia” de Tomás Moro, en la que describe una comunidad pacífica, que establece la propiedad común de los bienes, en contraste con el sistema de propiedad privada y la relación conflictiva entre las sociedades europeas de su tiempo; también está en la misma dirección la teocracia de Calvino.

Pero, sin lugar a dudas el máximo representante de todos quienes proponen el “paraíso ahora”, tratar de llevar a cabo aquí, ahora, el Reino de Dios en la Tierra, se llamaba Girolamo Savonarola, aunque para muchos sea un completo desconocido. Savonarola fue un vehemente sacerdote de la orden dominica que enfervorizaba a las masas con sus discursos en la Florencia del siglo XV, en pleno Renacimiento. Hombre de firmes convicciones, hacía voto de pobreza, realizaba comidas frugales, se flagelaba con un cilicio y, por supuesto, llevaba una vida dura y sin comodidades. Seguidor de los preceptos de San Domingo de Guzmán y su orden mendicante, los dominicos, pronunciaba discursos terribles arremetiendo contra lo que él estimaba como pecados de aquella ciudad tan floreciente como su nombre.

Savonarola | Convinced Pico della Mirandola to burn his possessions and start believing what he was preaching ( the medieval idea that any and all things that brought pleasure were sin )

La fama de Savonarola fue en aumento. El pueblo, atemorizado y cansado de vivir en la pobreza, asistía a sus discursos (llegó a congregar a más de 15.000 personas) y él les daba lo que querían oír ya que criticaba dura y violentamente a los poderosos y sus lujos; exhortaba a las masas a que vivieran lejos de la opulencia y los vicios (se cuenta que algunos incluso se castraron tras oír a Savonarola predicar que abandonaran la sodomía para salvarse del Juicio Final).

Si esto fuera poco, parecía el último de los profetas. Acostumbraba a lanzar profecías apocalípticas sobre el futuro de la ciudad y muchas de ellas parecieron cumplirse, numerosas desgracias acaecieron sobre Florencia aquellos días. Entre otras, predijo la llegada de de un nuevo Rey Ciro y el ejército francés entró en la provincia, el populacho asoció ambas ideas. Del mismo modo, hubo una terrible epidemia de sífilis que parecía confirmar los terribles pronósticos del dominico.

La expulsión de los Médicis por parte de los ejércitos franceses de Carlos VIII, que entraron en la provincia como primer paso en sus aspiraciones para gobernar Nápoles; convirtió a Savonarola en el hombre más poderoso de Florencia y en su gobernador, donde instauró un gobierno marcado por sus ideas religiosas y morales. Savonarola estaba convencido de que su camino era el correcto y quiso encauzar el rumbo de la ciudad eliminando de la misma todo lo que la religión consideraba inmoral en aquellos años: el alcohol, la homosexualidad, ropas «indecentes», etc. Cuando Savonarola pasó a la acción, interviniendo en el gobierno de Florencia, elaboró una constitución, reformó la justicia, suprimió la usura y proclamó la amnistía general. Para purificar del paganismo la cultura florentina no dudó en quemar obras de arte y manuscritos. Una proximidad con el fuego que, a la larga, iba a resultarle perjudicial. Promovió también, en su afán moralizador, que patrullas de jóvenes vigilasen la vida de los conciudadanos (llama la atención que la “revolución cultural” emprendida por el régimen maoísta en China usara los mismos métodos).

Pero no solamente pretendió servirse de la política para hacer buenos a los ciudadanos, sino que el dardo de su palabra alcanzó – ¡y con qué fuerza! – al mismísimo Papa, Alejandro VI, a quien acusaba en sus sermones de haber comprado con dinero la Silla de Pedro. Evidentemente esta fue su perdición y el motivo por el que acabó muriendo en la hoguera, él paradójicamente promotor de las “hogueras de las vanidades” (En ellas, bajo el influjo del rabioso monje, las gentes de Florencia quemaron, en la plaza de la Señoría, multitud de objetos valiosos que para Savonarola eran pecaminosos y conducían a la perdición de las almas: libros -entre ellos obras de Bocaccio y Petrarca-, objetos de lujo, joyas, vestidos, adornos, sedas, cuadros, etc. Tal era el poder del religioso que el grandísimo pintor Sandro Botticelli arrojó, por su propia mano, algunas de sus obras a la hoguera).

Merece la pena, también, pararse un rato en Juan Calvino: de origen francés, en 1536, Calvino llegó a Ginebra, y tras ciertas idas y vueltas que duraron algunos años, los grandes comerciantes de Ginebra acabaron reemplazando la antigua conducción del obispo por el liderazgo del reformador Calvino, y éste se dio a la tarea de implantar una teocracia (siguiendo el ejemplo de Girolamo Savonarola) que pretendía emular la del antiguo Israel. El sistema que instauró Calvino rigió Ginebra entre 1541 y 1564.

La asistencia a la misa se hizo obligatoria y la virtud se convirtió en ley. El placer o, según se mire, el vicio quedó prohibido. Concretamente, se prohibieron las canciones indecorosas, el baile, el juego, el alcohol, los bares, los excesos gastronómicos, el lujo, el teatro, los cortes de pelo llamativos y la ropa indecente. Se determinó el número de platos que podía tener una comida. Los adornos y las joyas resultaban tan molestos como los nombres de santos, ante los que se prefería nombres bíblicos como Habacuc o Samuel. La prostitución, el adulterio, la blasfemia y la idolatría se sancionaban con la pena de muerte. Sin embargo, Calvino permitió el préstamo de dinero a cambio de intereses, siempre que éstos no fueran abusivos. El régimen de Calvino en Ginebra era totalitario. Los mayores y los pastores, verdaderos policías de la moral, controlaban cada movimiento, tomando declaración y expulsando de la ciudad a los que incurrían en alguna falta. Sin embargo, la fama de Ginebra se extendió por toda Europa. Los viajeros quedaban encantados al comprobar que en la ciudad no había ni robos, ni vicio, ni prostitutas, ni asesinatos, ni enfrentamientos entre partidos. Escribían a sus casas diciendo que allí la delincuencia y la pobreza eran desconocidas. Lo que reinaba era el cumplimiento del deber, la pureza de costumbres, la caridad y la ascesis mediante el trabajo.

El calvinismo ginebrino fue de una austeridad extrema: el placer se identificó rigurosamente con el vicio y cualquier diversión o esparcimiento (el teatro, bailar, las canciones profanas, jugar a los naipes, etc.) se consideró pecado y, por ende, un delito. No es de extrañar, pues, que otros “pecados” como la prostitución, el adulterio, la blasfemia y la idolatría fueran punibles directamente con la muerte. Asistir al sermón dominical y al catecismo pasó de ser una obligación moral a ser una imposición legal. El calvinismo hasta reglamentó el modo de vestirse, cortarse el cabello y comer.

El sistema calvinista se acabaría convirtiendo en el modelo de la mayoría de las comunidades fundamentalistas y puritanas de Holanda, Inglaterra y Estados Unidos.

Otra muestra del afán por llevar a la práctica las ideas del Gobierno de los Sabios, de la República de Platón, y el Sermón de la Montaña son las misiones jesuíticas guaraníes:

Las misiones jesuíticas guaraníes fueron un conjunto de treinta pueblos misioneros, fundados a partir del siglo XVII por la orden religiosa católica de la Compañía de Jesús entre los indios guaraníes y pueblos afines, que tenían como fin su evangelización y que se ubicaron geográficamente quince en las actuales provincias de Misiones y Corrientes, en Argentina, ocho en Paraguay y las siete restantes en las denominadas Misiones Orientales, situadas al suroeste del Brasil.

jesuitas en el paraguay: Misiones jesuíticas guaraníes

El intento español de implantar un nuevo orden social en los territorios conquistados merece ser destacado, un fenómeno original en la historia de las invasiones territoriales, y uno de los aspectos más significativos de la Conquista de América.

Históricamente, en una invasión que se precie, el Imperio impone, en la medida de su capacidad y del consentimiento de los afectados, sus patrones culturales al pueblo conquistado.

Oponiéndose a esta tendencia histórica, paralelamente a la ocupación territorial del continente americano los invasores peninsulares intentaron desarrollar una serie de modelos sociales y urbanos originales respecto a los europeos. América se convirtió en una especie de campo de experimentación donde aplicar las nuevas teorías sociales, económicas y urbanas que a la sazón se planteaban en Europa, y que por diversos motivos no se podían, o no se querían, implantar en el propio continente.

El fenómeno es cuando menos asombroso: ¿Por qué estos hombres, representantes del Imperio conquistador, no mantuvieron los esquemas culturales que conocían y dominaban, y procuran crear un mundo ideal en un lugar tan alejado de la metrópolis? Sin duda, el intento por hacer realidad los sueños utópicos de clérigos y seglares europeos no se puede desligar de la profunda transformación social, económica e intelectual que generó en la época la cultura humanista. El modelo utópico elegido dependía de la filosofía y las intenciones del autor, por lo tanto, el abanico de referencias es amplio: van desde sociedades ideales teocráticas, vgr. La ciudad de Dios de San Agustín, a otras de carácter más secular, vgr. la Utopía de Tomás Moro.

Sin embargo, coincidiendo con la recuperación renacentista de la filosofía neoplatónica, las referencias a Platón ocupan un lugar privilegiado.

Obviamente las misiones –también llamadas “reducciones”- duraron lo que la Compañía de Jesús se mantuvo por aquellas tierras, hasta que los jesuitas fueron expulsados en el reinado de Carlos III, en 1767.

Muestras de ideologías, o mejor dicho, intentos de hacer realidad el Sermón de la Montaña, ha habido cientos a lo largo de los últimos siglos, pero la más representativa de lo que algunos nombran como “bondad extrema” es sin duda el marxismo en sus múltiples formas y variantes. El intento de llevar a la práctica la idea de una sociedad-comunidad sin divisiones ni conflictos internos, en la cual el hombre se convierta en lo que Marx llamó el «individuo total» (totalen Individuen) o «ser-especie» (Gattungswesen), sin derechos personales, propiedad o intereses que lo separen del grupo.

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El totalitarismo marxista es sólo una de las propuestas ideológicas que buscan la fusión del individuo en el grupo y, por ello, la destrucción sistemática de toda individualidad y toda sociedad civil independiente. El nacionalsocialismo es otra variante de lo mismo, tal como lo es el fundamentalismo islámico.

En todos ellos predominan ideas que en nombre de la bondad extrema nos invitan a lo que no es otra cosa que un genocidio, es decir, a la destrucción del ser humano tal y como es, para poblar al mundo con una nueva especie, salida de sus sueños utópicos. Es por ello que todos los totalitarismos llegan a extremos de maldad a los que sólo aquellos absolutamente convencidos de ser los portadores del bien absoluto pueden llegar.

La «voluntad de crear la humanidad de nuevo», por usar palabras de Hitler para definir el núcleo del nazismo, esta tentación mesiánica fue lo que hizo de Lenin y sus bolcheviques unos verdaderos genocidas, pero no fueron los primeros ni serían los últimos que se dejaron llevar por el delirio de la bondad extrema. En el futuro los veremos sin duda reaparecer blandiendo nuevas promesas de cambio total y redención plena, como hacen los islamistas radicales o los antisistema, con su comparsa de izquierdistas nostálgicos de la revolución, que aún siguen pretextando que el ideal de Marx y Lenin no fracasó, sino su aplicación bajo circunstancias excepcionales, extraordinariamente difíciles, que acabaron forzado su corrupción.

Y ya para terminar, Jesucristo dijo que amaras a tu prójimo como a ti mismo, pero nunca dijo que amaras a tu prójimo más que a ti mismo, que es la monstruosa doctrina del altruismo y el principal sostén ideológico del colectivismo. El altruismo – la demanda de auto-inmolación por otros – contradice la premisa básica del Cristianismo, la santidad de la propia alma. El altruismo introdujo una contradicción básica en la filosofía cristiana, que nunca ha sido resuelta. Toda la historia del Cristianismo en Europa ha sido una continua guerra civil (que ha acabado afectando, desgraciadamente al resto del planeta), no sólo en realidad, sino también en espíritu.

Pienso que el Cristianismo no recuperará su fuerza vital espiritual hasta que haya resuelto esa contradicción. Y puesto que no puede rechazar la concepción de la santidad fundamental del alma individual – esa concepción contiene la raíz, el significado y la grandeza del Cristianismo – deberá rechazar la moralidad del altruismo. Debe enseñárseles a los hombres no a servir a otros ni a mandar en otros, sino a vivir juntos como iguales independientes, que es el único estado posible de una verdadera hermandad. Hermanos no son servidores uno del otro ni dependientes uno del otro. Sólo los esclavos lo son. La dependencia engendra odio. Sólo los hombres libres son capaces de ser benevolentes. Sólo los hombres libres pueden amarse y respetarse los unos a los otros. Pero un hombre libre es un hombre independiente. Y un hombre independiente es aquel que vive esencialmente por sí mismo.

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